Ella V - Ilusiones

Cafetería de la estación de autobuses de Oviedo. Ella.

Se acerca a la barra arrastrando su enorme maleta roja con ruedas. Una amable camarera se le acerca y le pregunta qué va a ser (café solo largo, por favor). Ella se apoya en la lisa superficie de mármol y la observa detenidamente. La camisa roja del uniforme le sienta bien a su figura delgada de cuarenta y tantos años y las raíces negras de su pelo corto perfectamente escalonado asoman por debajo del tinte rubio. Seguro que hace diez años fue guapísima; hace cinco, incluso, pero ahora es una mujer del montón. La mujer vuelve con su café y le da mal el vuelto, cobrándole un euro de menos. Esta vez Ella se fija en la placa identificativa con su nombre: Ana.
Ella coge la taza y se dirige hacia la mesa que una pareja de cincuentones acaba de desocupar e instala allí su pequeño campamento: portaminas verde, libreta azul y paquete de tabaco. Enciende un cigarro, echa azúcar al café y remueve despacio, recreándose en los dibujos que forma la espuma dorada al mezclarse con el oscuro líquido.

Un chico más o menos de su edad (para ser sinceros, tal vez tenga algún año más) entra por la puerta de al fondo a la derecha. Ella levanta la vista y sus miradas se cruzan por un instante. Él es alto, de espalda ancha y rasgos delicados. Viste vaqueros, zapatillas de deporte y una camiseta blanca con un dibujo que ella no se molesta en identificar porque está ocupada viendo cómo sus ojos claros, de algún tono perdido entre el azul y el verde, rehuyen los suyos (marrones, intensos) en un gesto tímido que su mente insiste en clasificar como encantador. Cuando se apoya en la barra esperando a que le atiendan, Ella no puede evitar fijarse en que su cabello es del color exacto de la espuma del café.

Ella sabe lo que debe hacer. Se sacará los auriculares, se sentará junto a él en la barra y le dirá que menudo día lleva, que la ha dejado tirada el autobús y que no conoce la ciudad lo suficiente para saber qué coño hacer hasta mañana a las tres y media de la tarde. Él fijará en ella su tierna mirada huidiza y le dirá que él sí la conoce y que le sobran dos horas antes de que pase su autobús. Ella sonreirá y le dirá que se llama Helena y que le agradecería mucho que la acompañase hasta la casa de su tía en la calle cuyo nombre nunca ha podido recordar (y la verdad es que tampoco le importa). Él le devolverá una sonrisa tímida y le responderá que se llama Álex, o Javi, o Carlos, y que la acompañará encantado.
Saldrán juntos de la cafetería y Álex (o Javi o Carlos) se ofrecerá a llevarle la maleta, recorrerán la ciudad e intercambiarán sus números de teléfono. Ella no piensa besarle todavía: van a ser novios. Se despedirán con un simple beso en la mejilla y una promesa de volver a verse, y la próxima vez que se encuentren todo será perfecto.

Pero él coge el bocadillo envuelto en papel de aluminio y abandona la cafetería dirigiéndole una última mirada cohibida, y el momento se pierde en el silencio. El café se ha quedado frío, y el cigarro se ha convertido en un cilindro de ceniza.